lunes, 24 de noviembre de 2008

SOFOCAR

Estuve donde terminan las súplicas y aprendí a valerme por mí mismo. También partí y llegué muy lejos. Y aprendí que las cosas no tienen todas el mismo nombre y por qué no hay nombres para algunas cosas. Y aprendí algo más. Aprendí que la noche puede durar y que lo que importa es pasar la noche. Llegar con el cuerpo a la mañana siguiente. Y para eso hay que sofocar. Ya he usado en un poema la palabra sofocar. Sofocar -este es el sentido ahora- todo lo que puede perdernos en la mitad de la noche. Sofocar. Tampoco esta vez se me ocurre otra palabra.

domingo, 9 de noviembre de 2008

OTRAS CONSIDERACIONES

Aprender que alguien muere en la palabra muerte. Volver a unas palabras como a los años que se han perdido. En un nombre cualquiera, saber que con otras letras está escrito el nombre de aquel interminable muerto, de aquella que lejana respira y tal vez canta. Intentar un espacio con la palabra cielo. Un paisaje, con las palabras más quietas. Pintarlo todo de rojo con un rostro que se creía olvidado. Y siempre sin poder decir dónde ni cuándo.

Palabras, una corriente poderosa y triste por la que van pasando el tiempo, el amor, la muerte, hacia un lenguaje de signos, un conjunto de sonidos incomprensibles.

Es necesario observar detenidamente la curva que describen. El modo que tienen de caer en cualquier lado.

Es necesario recuperar el lenguaje como una magia. Decir palabras que traigan a la luz tantos mundos por los que pasamos sin darnos cuenta.

Y ser objetivos al fin: dar al poema la clave de lo que somos y también de lo que no somos.

No sabremos de antemano cuáles son las palabras adecuadas. En verdad, sólo sabremos –pero constantemente- que en la luz, en algún rostro, en la música que se escucha en las profundidades, el poema se está perdiendo. Y que se parece más y más al amor. Por todo lo que apuesta. Por lo que exige al destino. Por esa luz trágica.

miércoles, 29 de octubre de 2008

LAS BALLENAS

Mi abuelo me contó de las ballenas. No era que alguien viviera en el interior de una ballena ni nada semejante. Eran las ballenas naturales, los seres más grandes y hermosos –según mi abuelo- con vida en el planeta. Como entonces no pude hacerme una idea de la longitud -que había puesto en metros-, señalé hacia la tranquera y él se sonrió y dijo que sí. Pero supe que era demasiado.

Era verano en la llanura reseca. Mi abuelo se despertaba antes del amanecer y escuchaba noticieros la cocina, hasta que se hacía de día. Cuando, horas más tarde, él dormía la siesta, ya con el sol ardiendo, yo escuchaba en la misma radio emisoras remotas. No buscaba noticias sino canciones de amor.

Muchos años después, muy lejos de ese lugar, con mi abuelo largamente muerto y yo mismo volviéndome un viejo, un atardecer en un hotel sobre la playa al norte de Chile, algo me hizo volver a la llanura. Sucedió de pronto. Se llenó la habitación de reflejos de sol sobre las últimas olas del día y evoqué -al principio sin saber por qué- a mi abuelo; y también me acordé de mí mismo, del que había sido, perdido en una planicie infinita. Enseguida comprendí que en esos reflejos se movían las ballenas. Me quedé mirando, lentamente en el techo y las paredes, la luz del agua del mar.

lunes, 20 de octubre de 2008

LA CALLECITA

Tenía la cintura como un tallo
y se movía despacio;
sus manos se demoraban en el aire
como si le costara habitar el cuerpo.
Fuimos
hasta el extremo del parque
donde comenzaba
una callecita estrecha
y mal iluminada
que se abría
llena de esa necesidad
donde comienza el amor.

lunes, 29 de septiembre de 2008

LA DERIVA

No sé. Algunas veces fue la lluvia, unos atisbos de eternidad en la luz del rayo. Otras la delicadeza de una noche, que se acabara el tiempo y sin embargo hubiera todavía aire para seguir respirando.

Hablo del modo en que a veces se detenía la luz en las cortinas. Y también de calles que miré sabiendo que no las volvería a ver y sin forzar la memoria o el olvido. O gestos, como una mano que busca mantener dos cuerpos pegados o una boca entreabierta.

Todas formas que se incorporaban a la existencia y eran llevadas por la ternura, con su enfermedad y su salvación extraña.

jueves, 25 de septiembre de 2008

De "HE VISTO VIVIR"*

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HE VISTO VIVIR

He visto vivir a la gente desde lejos y a veces se me ocurría pensar qué cosas habrían tenido que pasar o si habrían podido recoger lo necesario.
Digo -por ejemplo- de una pareja de jóvenes. Los encontré cuando salían de la casa de sus padres y los acompañé hasta el camino. Estuve caminando con ellos hasta que oscureció y tuve que volver. Ellos se siguieron alejando.
Eran un hombre y una mujer jóvenes. Ella llevaba un niño en brazos. Y no tenían equipaje, ni siquiera suficiente ropa; sólo una pequeña manta para cubrir esa noche al niño.

No me animé a preguntarles adónde iban. Podían no tener dónde ir.

Tanta era la luz y la fuerza de la imagen, que pensé que eran un símbolo: del amor o de la persistencia de la especie, algo así. No podía sospechar que se trataba de nosotros mismos; de los que ya no seríamos; del camino que no íbamos a recorrer.


DESNUDA CON UNA BUFANDA

Estuvimos juntos muchas noches en las calles o el sillón de su departamento, o en las camas de oscuros cuartos de pensión. Ella ahora está lejos y sólo de tanto en tanto alguien cuenta de su vida, por donde anda o las cosas que hace. No importa, no hay una historia que quisiera o pudiera recordar.

Sólo instantes, fragmentos, pedazos apenas de un tiempo perdido. Por ejemplo: una vez fui a esperarla al aeropuerto porque ella se creía embarazada. Un fragmento. Ella se acostaba con una bufanda para no enfriarse la garganta. Otro fragmento. Y así una noche se destapó y estaba desnuda debajo de la cintura; y abrió las piernas para que yo me acercara. Profundamente como todo aquellos años: la besé como nunca volví a besar. Y en silencio porque en la cama de al lado dormía otra mujer.

Fragmentos, imágenes de un cuerpo, instantes en los que el tiempo puso marcas en un mundo transitorio que estaba perdiéndonos constantemente.



PÁJAROS

A pesar que ya mi padre
no los oye
los pájaros cantan todavía
en el jardín.
Así cantaban
durante toda la infancia.
Desde el viejo puente
que él nunca más atraviesa
se escucha el mismo
murmullo del agua.



UN PATIO EN MEDIO DE LA CASA

En medio de la casa había un patio donde llovía todo el tiempo. Se llegaba desde afuera por un pasillo estrecho. Después de caminar un corredor oscuro, de pronto, se salía a la noche y se pisaba pasto mojado.

Lo conocí porque una vez tuve que dejar en ese lugar una bicicleta. La iba a poner al final del pasillo, pero tuve miedo de que la robaran. De modo que la pasé por sobre una pequeña pared adentro del patio. En ese momento no me importó que pudiera mojarse. No recuerdo nada más. No pude entender nada más.

Con el tiempo supuse que tenía sentido conservar así la humedad, en el medio de la casa. Lo asociaba con el amor. Un patio apenas del tamaño de una habitación, donde llovía todo el tiempo.
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*["He visto vivir", Universidad Nacional de Jujuy, Jujuy, 2000].

miércoles, 3 de septiembre de 2008

EDITH, POR LAS CALLES*

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Esto no es una historia sino apenas una imagen. Puede ser un relato si alcanzo a decir de todos los modos posibles esa misma imagen. Porque es una imagen con la que hay que ir por partes:
El sol en verano pega fuerte. Pero esa siesta que ella pasó por las calles no era el sol solamente, era sobre todo el aire. Si hubiera sido el sol habría bastado con caminar por la sombra, pero como era el aire no había dónde esconderse. Y ella iba por las calles, esas horas sofocantes. Fue la primera vez que la vi. Se qué me sorprendió verla, pero en verdad no recuerdo demasiado esa primera imagen.
Lo que en cambio recuerdo claramente es la última vez que la vi. Habían pasado apenas unos meses y ella iba por la misma vereda, ahora embarazada, caminando muy despacio. La recuerdo claramente, casi como si fuera una foto. Recuerdo su silueta, el ritmo de sus movimientos, el modo que le caía la camisa delante del vientre...
Pero no puedo recordar su rostro. Recuerdo la forma de su nariz, sus labios, incluso el color de sus ojos; pero falta algo para recordar su rostro. Lo que recuerdo es esa última imagen, ya lo dije, de ella embarazada por las calles. Con esa imagen estoy contando su historia, pero es como si sin su rostro faltara algo.
Se llamaba Edith. Me enteré a los pocos días, al regresar a casa un mediodía. Ya debía ser la primavera: no recuerdo la fecha pero si la luz del mediodía y que ella llevaba un vestido rojo muy suelto. Elisa, mi mujer, nos presentó. Fui a cambiarme y cuando volví me senté a la mesa. Ellas conversaban del otro lado y yo las miraba mientras comía. Lo que en el recuerdo me confunde es la ubicación de la mesa. Creo saber muy bien cuál era el lugar en que habitualmente estaba, pero es como si ese mediodía hubiera estado más cerca de la ventana: recuerdo una luz intensa en ese instante en que ellas conversaban del otro lado de la mesa.
Le comenté que la había visto antes por las calles, de un modo casual y a ella pareció no importarle, pero luego aclaró que hacía apenas unos días que estaba en Jujuy.
Ahora me doy cuenta que las dos veces que la vi por las calles fue en la misma situación. Yo tomando café dentro de la La Royal y ella pasando por la vereda de enfrente. Pero la primera vez parecía una adolescente apenas. Iba vestida con esa mezcla hippie de cosas viejas y tejidos regionales; y su pelo era más claro que la paja. Supongo que me debe haber alegrado verla. Era una siesta muy fresca, todavía en los últimos días del invierno; y fue como si su presencia produjera una renovación de las cosas, anticipando días distintos ya con la primavera adentro.
La otra vez que la vi por las calles fue también la última. Era de nuevo la siesta y ya para entonces el verano había durado demasiado. Yo respiraba pesadamente adentro de La Royal a pesar de los ventiladores del techo y afuera el aire detenido bajo el sol parecía a punto de encenderse. Y ella pasó por la vereda del frente. Había llegado a ser una mujer. Caminaba muy despacio, con un embarazo de varios meses. Tuve el impulso de salir y llamarla pero me quedé quieto y ya nunca más la volví a ver.
Creo incluso que ambas veces pasó en la misma dirección: hacia el fondo de las calles donde queda la plaza y se van acabando las luces y se llega a las vías del tren. Pero la primera vez he sentido el impacto de su belleza y después sobre todo compasión o algo más profundo que no creo poder explicar. Si la hubiera llamado acaso no tendría nada que explicar; pero no lo hice.

Al mediodía en casa nos contó que había venido a Jujuy a trabajar en alguna escuelita de la Puna. Le pregunté adónde, a cuál escuela, y descubrí que no lo tenía nada claro. Sabía de algún modo que existía la Puna y que ahí había escuelas con niños y que ella quería ser la maestra, nada más. No me sorprendió demasiado: está lleno de gente así y nosotros los norteños tenemos las mejores oportunidades para todos ellos. Yo enseguida me fui y ella se quedó conversando con mi mujer, Elisa.
Después me contó Elisa que Edith la había llamado por teléfono para mandarle saludos de su hermano Javier, que vivía en Córdoba. Edith le dijo quien era y que el hermano le había pedido que la saludara y entonces Elisa la invitó a comer. Y también me contó que ese mediodía había estado dando tantas vueltas con el tema del hermano de Elisa, las cosas fantásticas que hacía y lo bueno que era, que terminó por creer que Edith estaba enamorada de su hermano. Y comentó: "Pobre chica...", como descartando toda posibilidad de que Javier hubiera podido prestarle atención. "Acaso si como amiga -agregó-. Pero nada más".
Elisa no la volvió a invitar, para no alimentar esperanzas en la cuestión de su hermano o porque no le interesó como amiga, pero yo la encontré unos días después en una pizzería. Me acerqué y le pregunté cómo estaba. Me contestó que bien con una sonrisa tímida, pero algo le pasaba. Así que repetí la pregunta y ella insistió en que estaba bien. Para no darme por vencido, le pregunté si ya había salido el nombramiento en la escuela del norte. Dijo que no pero que le habían dicho que ya estaba por salir. No quería mirarme y no quería hablar. Supuse que necesitaba hacerlo y que no me miraba para no permitirse hablar. Debía sentirse sola en la ciudad sin otra cosa que hacer que esperar un hipotético nombramiento. Le pedí entonces la dirección, para visitarla alguna vez, dije. Sacó un papel del bolso y anotó. No había aclarado si iría solo o con Elisa, pero el hecho de haberse puesto en el trabajo de escribir, me hizo creer que podía ir solo.
Sin embargo no fui enseguida. Anduve con la dirección en el bolsillo unos días hasta que un sábado a la tarde en que Elisa no sé por qué me dejó solo, me acordé de ella. Aunque todo es ya tan viejo, recuerdo haber recorrido los barrios hasta su puerta. Era cerca de un centro comercial donde de día funcionaba una feria con toda la gente del mundo y a la noche quedaba todo vacío, sucio y como abandonado. Encontré el número en una pequeña puerta de madera. Entré. Había que recorrer un pasillo muy largo. Me atendió una mujer por una rendija, llena de desconfianza. Le pregunté por Edith. Se quedó mirándome sin abrir la puerta. Pensé que no debía ser el lugar: había otras puertas más adelante en el mismo pasillo. Pero entonces la mujer abrió y me hizo pasar. Empecé a aclarar: es una chica rubia, de Córdoba... La mujer respondió de mala manera que no sabía si ella estaría, porque siempre tenía la puerta cerrada. Lo dijo como un reproche, como si estuviera mal que cerrara la puerta.
Tocamos la puerta. Se corrió una cortina y Edith me vio y con una sonrisa dijo "hola". Abrió la puerta y me hizo pasar. Parecía alegre por mi visita. Y yo estaba sin saber qué decir: esa chica que me había recibido en la habitación pequeña de una pensión miserable, no me parecía la misma que había visto primero por las calles y luego en el living de mi departamento. Tenía puesto un pantalón muy corto y una remera sin corpiño y debo haberme ilusionado al verla, pero lo que en realidad recuerdo es la sensación de suciedad y desorden. No había ningún mueble en el cuarto, de modo que sus cosas se apilaban en el piso. No había tampoco una cama, apenas unos cartones amontonados en un rincón con los que debía hacer su cama.
Le pregunté qué había estado haciendo, para decir algo, y ella señaló un cuadernito y dijo: "Dibujando un poco". Tenía la sensación de haber sido bien recibido, de modo que me acomodé en el piso y le pedí que me mostrara sus dibujos. Desde adentro del cuarto la cortinita de tela colorida brillaba como con luz propia. Edith me alcanzó el cuaderno en que estaba dibujando y me puse a ver los dibujos mientras ella me miraba, supongo que esperando algún comentario. Eran unos dibujos extraños, más parecían mapas o croquis que dibujos. Me detuve en uno y ella me explicó: "Está inspirado en mi barrio. Es el recorrido del colectivo que pasa por mi barrio. No éste barrio: mi barrio en Córdoba". Le dije como un estúpido que me parecían muy originales y muy interesantes. Los dibujos en verdad me habían llamado la atención, pero no se me ocurrió nada mejor que decir. Entonces se puso ella misma a mirar los dibujos, inclinando un poco la cabeza para colocarse en la misma situación que las hojas y enseguida dijo "Ya vengo" y salió del cuarto. Miré un poco más los dibujos y después me entretuve mirando sus cosas: su reloj, la ropas amontonada, la valija en un rincón, una lapicera de dibujo, todas sus cosas pertenecían a otro mundo. No entendía qué podía estar haciendo en ese cuarto.
Volvió con agua caliente y me invitó unos mates. Enseguida comenzó a oscurecer y ella prendió unas velas en un rincón. Intenté justificar mi visita, pero ella me miró y dijo que estaba bien, ella se alegraba de que yo hubiera venido y eso era todo.
No creo recordar mucho más de lo que pudimos haber hablado ese anochecer. Recuerdo, sí, que ella no quería hablar de sí misma o de su familia y también que cuando ya oscurecía un rayo iluminó la cortina y después se escuchó un trueno. Era el primer trueno del año y me alegró, como si fuera una señal de algo que no alcanzaba todavía a comprender. Yo la había ido a ver, sin saber bien cómo o para qué, pero ahí habíamos estado y sin decir demasiado ella había aceptado la condición en que debía transcurrir esa tarde y además se había alegrado por mi visita. Y ya en esos últimos momentos, cuando el cansancio hizo que nos calláramos, ella en la oscuridad se olvidó de su historia, del lugar dónde estaba y de lo que tenía que ocultar, y tuvo que hacer un esfuerzo para no hablar. Pero igual yo pude sentir, casi tocar, toda su desesperación. Y me quedé esperando que hablara. No esperaba ninguna otra cosa. Pero ella no dijo nada más y decidí irme.
Salí a las calles vacías y me di cuenta que se había hecho muy tarde. Estaba contento pero también algo inquieto. ¿Qué hacía esa mujer ahí en una pieza vacía, una pensión miserable y sin una cama siquiera? Y también sin futuro: apenas un incierto trámite para esperar un nombramiento y viajar entonces todavía más al fondo, a enseñar no sé qué en las famosas escuelitas. Y mientras atravesaba la ciudad no encontraba respuestas. Ni siquiera parecía de izquierda. ¿Qué podía entonces justificar ese recorrido hacia la Puna que la había dejado en ese punto inmóvil del camino?

Unos días mas tarde la pasé a buscar y fuimos a dar una vuelta en auto. Supongo que de nuevo mi mujer me debía haber dejado solo. Edith me esperaba en la puerta de la pensión y el primer diálogo fue en el auto ya con la última luz del día. Para entonces eran los primeros días de la primavera y el aire estaba caliente o algo más: lleno de esa intensidad y esa sorpresa con que llega la primavera. Ella se subió y como estuvo un momento callada, me pareció que seguía desesperada, pero enseguida me dí cuenta de que estaba mejor. De ese momento mi memoria sólo conserva esa sensación y no las palabras de un diálogo perdido, de modo que es imposible no dudar. Lo que ya recuerdo bien es cómo ella se alegró cuando recorríamos la ruta porque los carteles fluorescentes del camino parecían brillar. "Hermoso", decía y daba saltos en el asiento. Y yo a su lado me sentía como un estúpido incapaz hasta esa de noche de conocer la belleza de las rutas.
Llegamos al camino que lleva al dique y doblamos para alejarnos de la ruta. Ella no hablaba. Supuse de nuevo que no era porque no tuviera nada que decir, sino porque había algo que no quería decir. Ella misma era un misterio que yo no alcanzaba a descifrar y entonces le atribuía la necesidad de revelar un secreto, cuando ella acaso no tenía nada que decir. Pero lo que en verdad me asombra de esa noche es mi propia ceguera. No me animaba a decir o dar a entender nada, cuando ya estábamos solos en las sombras de un camino desierto. Al llegar al dique cruzamos un puente estrecho muy alto sobre el agua y ya del otro lado sospeché algo más y entonces di la vuelta y comencé muy lentamente el camino de regreso. Había ido hasta el punto más lejano sólo pendiente de la posibilidad de no sé qué libertad para estar con ella y de pronto volvía, ya más tranquilo, sabiendo que no tenía que forzar una oportunidad. Me e había dado cuenta que hubiera sido demasiado obvio y además no hacía falta que yo dijera o hiciera algo: ella estaba a mi lado y eso era de pronto suficiente.
Dejaba que el auto anduviera pausadamente siguiendo las suaves pendientes del camino y ella se sentó más cerca y se hizo profundo el silencio. Yo le había estado preguntando de su vida y no por cortesía o para seducirla, sino porque en verdad quería saber de ella. Toda ella, su presencia misma en aquel cuartito sin una cama, era un misterio. Yo suponía que ese misterio se dilucidaba en una historia que quería saber: ¿qué podía haber ocurrido para arrastrarla tan lejos? Porque estaba en un borde y parecía haber perdido todo. Algo tenía que explicar la expulsión de su mundo, algo o alguien. Ahora sospecho que no era ese el misterio que debía importarme. Como siempre, el misterio es uno mismo: yo también quería irme, viajar lejos y permanecer la tarde entera en un cuartito miserable de una ciudad remota. Lo que pasaba era que todavía aquellos días no me había dado cuenta.
Como no había conseguido nada con preguntarle qué hacía aquí y de dónde había venido, también me quedé callado. El auto se movía suavemente por la ruta a oscuras. Me distraje un poco con la radio y después ya sólo callando, descansando del día y de la necesidad de hablar. Ella reclinó el asiento para atrás, dejando apoyada la cabeza sobre el respaldo y suspiró una y varias veces y abrió las piernas muy lentamente, como si pudiera por fin relajarse un poco.
El auto se detuvo cuando se aplanó el camino poco antes del cruce y enseguida se escuchó a lo lejos el silbato del tren y yo entonces recordé algo que había ocurrido durante mi infancia en algún lugar de esa misma ruta. Una noche venía con mi familia y nos detuvo un policía cerca del cruce con el ferrocarril. Mi padre se detuvo a un costado del camino y se bajó con alguien a ver qué había pasado. Le dije a Edith que no había bajado solo, pero que no podía recordar con quién pudo haber bajado. "Debe haber bajado tu madre" supuso ella y yo me alegré de su interés. "No -le dije-, mi madre se quedó con nosotros, no podría habernos dejado solos. Tenía que haber alguien más".
-Tu padre entonces debe haber bajado solo- dijo ella.
-No -insistí -. No fue él el que nos contó lo que había pasado, él nunca nos hubiera contado algo tan impresionante.
-¿Qué fue lo que pasó?- preguntó.
-Una mujer se había tirado delante del tren con cuatro hijos. Qué desastre, dijo mi madre. Y después todos nos quedamos callados y se escuchó el silbato del tren, con toda la desesperación que esa mujer había logrado acallar. Es un sonido que todavía hoy me remueve adentro una tristeza sin nombre.
Estaba estremecido y no pude seguir hablando, pero ella entonces comenzó a hablar de si misma. No a contar qué le había pasado o por qué había tenido que huir, pero si hablar de si misma. Y ocurrió un diálogo verdadero, de esos que sólo se dan en la oscuridad, cuando desaparecen las imágenes y los cuerpos y todo lo que nos separa, y cada uno accede al diálogo consigo mismo. No recuerdo qué pudimos haber dicho concretamente en ese camino, pero recuerdo la sensación. Esa noche descubrí esa extrema posibilidad de escuchar a la que sólo se abre aquel que necesita hablar consigo mismo.
El auto se había detenido a unos doscientos metros de un puente muy alto por el que pasa un acueducto a más de veinte metros del camino. Ahí se nos hizo de día. No hay demasiados detalles. Acaso la abracé y nos besamos. Estuvimos un instante en silencio. Después ella me acarició el sexo y acercó su boca. Recuerdo es el momento en que ella con toda dulzura comenzó a besar mi sexo, recuerdo haber tocado su pelo, su rostro entre mis piernas.
Pero no es nada de esto lo que importa. No fue lo más bello ni tampoco lo más íntimo. Hablo, o quiero hablar, de lo que ocurrió antes. De ese diálogo que ya dije: recuerdo la oscuridad y que lo único que contaba entre nosotros eran las palabras. Lo que contaba eran las palabras y las palabras están perdidas. Como su rostro. Pero no importa. Lo que importa es que nos había llegado la sombra hasta lo profundo y habíamos comenzado a hablar en la sombra y entonces cada uno pudo ser el que era y también cualquier otro, el que quería o necesitaba ser.
Y no digo que ella haya contado de su huida. Ella seguía sin hablar de lo que fuera que la tenía tan lejos. Pero había encontrado algo verdadero en sí misma y además había podido hablar más allá de su destino particular, de lo más general del destino, como cuando dijo que la verdad no es algo que se admite sino algo que se encuentra y que el amor no es algo que se entrega, sino algo que se retiene. No importa por qué lo dijo, si tenía o no que ver con ese momento o con su situación: lo que cuenta es que fue capaz de decirlo. También recuerdo lo que yo mismo dije, tratando de corresponder a esas palabras misteriosas que ella había ofrecido: dije que el único diálogo verdadero es con la sombra, con aquellos en que la sombra nos convierte y con los que se nos aparecen en la sombra. Demostrándole así que el que en realidad no podía hablar de sí, era yo mismo. Y eso es todo lo que recuerdo, o creo recordar, de aquella noche.
Después ya recuerdo la madrugada. Cuando se hizo de día sentí que había estado escondido en el auto y salí a caminar por el costado del camino. El amanecer estaba transparente. Edith dormía dentro del auto. Creí entonces que nunca fuera de los sueños me había encontrado conmigo mismo en un modo tan intenso. Todavía no termino de aprender qué hay en el amor que nos permite descansar o de qué tenemos que descansar con el amor. Se me ocurren respuestas, pero me parecen excesivas. Acaso el amor nos deja descansar de la humanidad, de una identidad que no nos corresponde, pero parece demasiado decir algo así.
Esa madrugada había ocurrido algo definitivo. En verdad, todo lo que ocurre es definitivo porque el tiempo está constantemente destruyéndose; pero lo que quiero es nombrar ahora la sensación de haber recibido aquel instante como una pérdida que no creí ser capaz de soportar. Nada de lo que ahí había alcanzado me pertenecía: tenía que devolver esa mujer al mundo y volver yo mismo al departamento, a Elisa y a todo lo demás. Fue de esos instantes que nos consumen cuando en verdad logramos tocarlos. Estamos hechos de tiempo, dice Borges. Esa madrugada sentí que nos consumimos como el tiempo. Y ya de regreso los días que siguieron, sentí haber estado toda la noche con un desconocido. No ella, un desconocido que era yo mismo. Alguien definitivamente nuevo y también alguien muy antiguo, acaso más antiguo que yo mismo. Alguien del que me venía escapando.
- El mundo está destinado a nuestros encuentros- creo haberle dicho buscando algo más firme que apenas una noche.
- Ningún encuentro es posible -contestó-, porque sólo se trata de instantes. Lo único que cuenta es acceder a un instante y recuperarlo.

Tuvimos todavía un último encuentro. Era domingo. El verano había llegado de pronto. Había sido un día terrible de calor seco y viento y a eso de las cinco de la tarde directamente comenzó a soplar tierra. Estuvo soplando casi una hora y después comenzó a detenerse. Yo salí entonces a comprar el diario y la encontré. No sé qué haría por las calles, escapando tal vez del calor de su cuarto. Me detuve y la invité a subir, con culpa por no haberla vuelto a buscar. Lo que no podía decirle es que había pensado en ellas todas las noches mientras Elisa dormía a mi lado y que cada noche me decía que no tenía sentido y me prometía no volver a pensar en ella. Como dijo que no, le pedí que viniera, le dije que era yo el que quería que viniera. Ella se sentó en silencio y fuimos saliendo del centro por las calles vacías en un confuso momento en que nadie estaba seguro del final del viento, porque había terminado la tierra pero la ciudad aún no había podido reaccionar. En la avenida que bordea el río le pregunté cómo había estado y ella dijo algo, pero apenas para responder, sin llegar a decir más que unas pocas palabras. Seguía esperando un dichoso nombramiento y alguien le había dicho o prometido que ya saldría y estaba por lo tanto todo bien. Cuando ya recorríamos cada vez más rápido la avenida por la que se sale al sur, sentí que un viento frío venía a limpiar todo después de la tierra. Fue entonces que me preguntó si yo no me había dado cuenta de que estaba embarazada. No, le dije. Pero la miré y reconocí que era evidente que estaba embarazada. Nunca dijo quién sería el padre. Lo que contó era un poco absurdo. Decía haber descubierto su embarazo recién en el quinto mes; y explicaba: había estado muy tensa, con los músculos del estómago tensos, y de pronto se había relajado y había aparecido un embarazo de cinco meses.
Recuerdo haberla tratado con delicadeza, con gestos tan parecidos a los del amor, pero ella hizo el amor sin responder a mis gestos, como si hubiera encontrado una perfecta indiferencia: supuse que ese momento de estar juntos era todo lo que necesitaba, después ya tendría su hijo.
La última vez la vi por la vereda de enfrente. Iba muy despacio, pero creo que no por cansancio: aquella vez ya me pareció satisfecha. Qué puedo decir. La vi como algo ajeno cuando acaso era yo mismo el que estaba ajeno. Ajeno a mis sentimientos, a mi mismo, detrás de los vidrios de aquella confitería. Había encontrado en el embarazo el sentido de su fuga o lo que fuera que había venido a hacer aquí. Y eso me había tranquilizado: hubiera sido demasiado misterio si no hubiera podido dar con una obviedad como esa. Supuse que habría decidido tener un hijo con alguien, acaso el hermano de mi mujer. No sé si se lo habrá hecho saber, tampoco si habrá reclamado un reconocimiento de paternidad. Le habría gustado y acaso creyendo que lo único que quería de ese hombre era su imagen, había decidido tener un hijo con él, esperando no tanto una relación como un parecido. Y sin embargo, después había buscado una relación, o al menos una historia y así había viajado tan lejos y había llamado a ciegas a la hermana de aquel hombre en una ciudad perdida.
¿Y por qué me acuerdo de ella? No la ví más que tres o cuatro veces. Acaso no hacía falta más. Entre la gente sólo hay tres o cuatro veces; sólo momentos, como ella decía. Lo demás es pura repetición. La recuerdo en primer lugar por haberla visto tan sola. Había en ella como un desamparo adicional. Pero además sospecho que lo fundamental para que no haya podido olvidarla es esa forma de compasión que nos depara nuestra propia suerte. El destino de alguien que puede ser un motivo para reparar en nuestra propia vida. Y para descubrir que no era ella la perdida, sino yo mismo. Pero –como se ha dicho- esa ya es otra historia.
Edith ahora ya no es alguien, una mujer, sino una imagen, o -en todo caso- lo que puede inspirar una imagen: un texto, una pequeña historia. Una mujer que sigue caminando en la misma siesta entre vacilaciones de la memoria que lo van transformando todo.
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*[De "No esperar nada más de las estrellas", Catálogos, Buenos Aires, 1999].

EL ORIGEN DEL POEMA*

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Me consolé en el sol y en la lluvia.
Me senté otra vez a la puerta de mi casa.
El campo, al fin de cuentas, no es tan verde
Para los que son amados como para los que no lo son:
Sentir es distraerse.

Alberto Caeiro.


Estuve internado en un hospital en Tucumán cuando recién comenzaba el invierno. Desnudo sobre una mesa, vi a un cirujano desde abajo, como si se hubiera instalado en una plataforma de mí. Yo había entrado sólo unas horas antes atravesando un pasillo colmado por una multitud ruidosa, hasta llegar a un compartimiento apretado con paredes de plástico; y desde ahí casi sin darme cuenta fui llevado en camilla a la sala silenciosa donde apareció el cirujano. Después me pusieron suero y quedé dormido; y recién desperté cuando ya era de noche. Miré alrededor y creí encontrarme solo en una sala enorme y sentí miedo pero enseguida volví a caer dormido.
Me habían dicho que tendría que estar por lo menos un mes internado después de la operación, porque no me veía nada bien. Y estuve ahí en efecto muchos días (ni sé cuántos), en una especie de galpón silencioso y en penumbras con paredes de azulejos verdes, casi blancos de tan pálidos. (Lo que más recuerdo es que todas las cosas tenían un mismo color pálido: los uniformes de médicos y enfermeras, las sábanas de las camas y hasta mi propia piel, la piel de mis manos).
Una mañana descubrí en la cama de al lado a otro hombre. Parecía estar muy mal, incluso peor que yo. Como ambos permanecíamos la mayor parte del tiempo durmiendo estuvimos varios días sin hablarnos, pero al fin un día me saludó moviendo apenas una de sus manos y a partir de entonces cuando coincidía que estuviéramos despiertos, me miraba y balbuceaba que había que evitar que los negros entraran al hospital. No sé a qué negros podía referirse. Siempre decía lo mismo, como si fuera lo único que le importara. Y mientras tanto los últimos días que le quedaban se le iban por las enormes ventanas de la sala en penumbras.
Un médico muy viejo pasaba al atardecer. A veces también venía en las mañanas con un grupo de jóvenes que se paraban a los pies de las camas y miraban en silencio o hacían comentarios incomprensibles. Las enfermeras en cambio daban vueltas todo el día, como si a cada momento tuvieran que controlar todo de nuevo. Recuerdo a una de ellas porque me cuidó como si yo fuera su hijo. Me había despertado a media noche descompuesto y comencé a llorar, aunque en voz muy baja. No sé cómo se habrá dado cuenta pero vino enseguida. Me dijo que tenía que tranquilizarme y me dio un vaso de agua y mientras yo intentaba tomar a sorbos estuvo repitiendo: "No es nada, no es nada...", con una mano apoyada sobre mi espalda para que me pudiera sostener mejor. Después se quedó a un costado de la cama hasta que volví a dormir. Recuerdo ahora sus pechos debajo del delantal, la forma de sus labios, su cuello. Me hubiera gustado besarla o tocarla. Como casi ni podía moverme, aquel día pensé en agradecerle antes de salir del Hospital.
No creo haber sentido el dolor, la soledad o el frío: lo único que recuerdo en realidad es un cansancio absoluto como si de la vida misma estuviera cansado. Y era casi un alivio: me daba cuenta que así cansado podría morir cualquier noche sin temor o desesperación, sin un suspiro, con la paz anticipada del descanso.

Permanecía durmiendo la mayor parte del día y mientras dormía tenía sueños extraños, supongo que por los medicamentos. Pero lo más extraño era que mientras soñaba sabía que estaba soñando y entonces prestaba atención al sueño para escribirlo al día siguiente en un cuaderno que conservaba bajo la almohada, pero al día siguiente seguía cansado y además no me acordaba casi nada. Cuando lograba escribir algo, lo que no podía hacer era poner en orden los lugares y los tiempos.
Los lugares, porque -por ejemplo- estaba en la casa en que vivía en Tucumán, pero las habitaciones eran las de la casa de mis padres en Jujuy, donde había pasado la infancia, o por el contrario encontraba en aquella casa de mis padres cosas que guardaba en mi casa en Tucumán.
Pero sobre todo no podía poner orden en el tiempo. Encontraba en el sueño -también por ejemplo- una mujer que en la realidad ya era casi una vieja, pero que ahí era joven: recién tenía la edad que había tenido su hija muchos años antes, cuando yo había estado enamorado de ella. Y lo más extraño era que también había alguien con la edad de esa mujer que hacía como de madre de si misma. Y todo enseguida se confundía todavía más cuando esa mujer, en la versión de una chica, me enfrentaba y me decía que era necesario que hiciéramos el amor y que para eso yo tendría que pedirle permiso a su madre. No me sorprendía tanto el pedido (sabía que era su madre) como la decisión. Era casi una niña: parecía una decisión excesiva.
Cuando despertaba intentaba recordar, pero ya entonces todo era demasiado confuso y además no tenía fuerzas para nada.

Poco antes de morir, el hombre del lado me preguntó por qué estaba internado. No supe qué contestarle. En primer lugar porque no quería hablar con él: cuando me subía la fiebre lo detestaba, sentía ganas de gritarle que si se trataba de negros él debía ser el primero en irse. Pero no dije nada de eso. Lo que le dije fue: "Vergüenza". Después, como si fuera una aclaración, agregué: "Vergüenza, por algunas cosas que he escrito". Fue lo único que se me ocurrió decir. Y debe haber sido lo último que escuchó el infeliz antes de morir, porque al día siguiente la enfermera de media mañana, al acercarse a tomarle rutinariamente el pulso, descubrió que estaba muerto y llamó a dos enfermeros que se lo llevaron envuelto en las sábanas donde había pasado sus últimos días.
Unas horas después trajeron a un chico en una camilla. Tenía la cabeza inflada como un globo y estaba tan flaco que su cuerpo pareció hundirse y desaparecer cuando lo pusieron en la cama y sólo quedó su cabeza descomunal sobre la almohada. Yo nunca había visto nada igual. Lo habían rapado y por debajo de la piel transparente se veía el azul de las venas del cráneo.
Estuvo durmiendo todo el día y al atardecer vino un hombre y el niño pareció despertar, aunque siguió sin moverse. El hombre estuvo en silencio a su lado como si tuviera miedo de hablar. Impresionado por la escena, me pareció que alrededor de ellos la tarde se había quedado inmóvil y me sentí yo mismo de pronto inmóvil y mudo. Es difícil de explicar. Era como si el lejano ruido de los autos que huían por las calles o del viento que soplaba en la terraza, fueran apenas apariencias: la verdadera tarde se había quedado quieta y en silencio.
Pero después el dolor comenzó a moverse. El hombre tenía la cabeza apoyada en la pared y los ojos fijos en el techo y el dolor comenzó a pasar vertiginosamente a su lado por el diminuto cuerpo del niño desnudo entre las sábanas. Y entonces a pesar de los ruidos de la calle, era demasiado el silencio, un silencio que comenzaba en los ojos del hombre, un absoluto silencio donde sólo se escuchaban los sollozos del niño. El hombre acaso quería hablar pero no encontraba nada que decir y entonces se levantaba, iba hasta la ventana y volvía a sentarse a un costado de la cama y volvía a levantarse y volvía a sentarse, mientras el niño volvía a sollozar o se calmaba.
Yo pensaba: "Si pudiera decir algo. No decir lo que pasa: encontrar algunas palabras solamente. Tal vez estarían mejor". Y como seguía el silencio, al cabo de un rato llamé al hombre con la poca fuerza que me quedaba y le pregunté qué le pasaba al niño. No pudo contestar porque se le llenaron los ojos de lágrimas, pero como si entonces hubiera descubierto el vacío de sus manos, se volvió hacia la otra cama, se inclinó sobre el niño y lo acarició. Después levantó su cuerpo y estuvo abrazándolo como si quisiera aliviarlo haciendo que el dolor pasara a su cuerpo y también con infinito cuidado para que su abrazo no lo dañara.
El niñó después pareció dormirse y el hombre permaneció a su lado. Cuando oscureció y quedé dormido todavía estaba ahí. Esa noche soñé que habían comenzado a quemarse los árboles del vecino mientras yo dormía en el patio de la casa de mis padres y que enseguida llegaba el fuego a los árboles bajo los que yo dormía y entonces mi padre salía con una manguera pero no lograba dominar el fuego. Yo intentaba despertar, para huir del fuego, pero no conseguía hacerlo. Y de pronto el hombre con la manguera en medio del fuego no era mi padre sino el hombre que había estado con el niño. Cuando por fin desperté el niño ya no estaba en la cama de al lado. No quise preguntar qué había pasado. Estaba confundido, lleno de la extraña sensación de haber vivido en el sueño lo que le estaba ocurriendo al niño en la cama de al lado.

Cuando ya estuve un poco mejor comencé a caminar por el Hospital. Anduve hablando y conociendo la pobre gente que en esos cuartos enfrentaba el frío, la privación y el dolor. Estuve en una galería que daba a un enorme ventanal donde los tuberculosos pasaban las tardes del invierno y pude verlos intentando retener el sol ya en las últimas horas del día, tiritando bajo las frazadas mientras oscurecía atrás de los vidrios. Y he creído comprender esa desesperación por aprovechar los últimos rayos que los hacía permanecer en la galería casi a oscuras y de regreso en mi cama escribí un texto que empezaba: "Lamiendo un resto de luz sobre la pared de un día helado...".
Pero a quien más recuerdo de esos últimos días es a una chica a la que un vehículo le había arrancado un codo. Viajaba en taxi con el brazo apoyado sobre la ventanilla y un ómnibus se vino encima. El golpe le pulverizó los huesos del codo pero no alcanzó a arrancárselo, de modo que el brazo le quedó colgando como una manga pesada y deforme. Debía sostenerlo, acomodarlo constantemente con la otra mano. Cuando se sentaba a comer -por ejemplo- lo acomodaba sobre el respaldo de la silla o a un costado del plato sobre la mesa, como si fuera un bulto, una parte de sí misma que había dejado de pertenecerle. Me comentó que los médicos le había dicho que lo mejor sería cortarlo pero ella no se los había permitido. Y agregó -como una reivindicación absurda- "¡Cómo podían suponer que iba a permitirles que me cortaran el brazo!". Lo dijo con tanta convicción que no me animé a preguntarle por qué o para qué quería conservar ese brazo muerto, por miedo a que pudiera ofenderla mi obvia disposición a que se lo cortaran.
Aunque estaba mejor seguía durmiendo la mayor parte del día y seguía soñando. Recuerdo un sueño de esos días. Yo tenía que ir con una mujer a la casa de un vecino y para hacerlo era necesaria una escalera, pero como no la había hacíamos como que bajábamos por una escalera imaginaria y cuando ya estábamos por llegar yo debía volver a la casa de mis padres -no se con qué excusa- a buscar un preservativo. Cuando encontraba el preservativo me despertaba y ya no podía volver a ella. Ya no entiendo nada de esos sueños. Pasaba las horas en una confusión en la que mezclaba gente que andaba por el mundo con otros que hacía tiempo se habían perdido y así ocurría que unas mujeres aparecieran con el aspecto de otras más jóvenes, pero sin dejar de ser mujeres mayores, como si las imágenes sumaran identidades; o se tratara sólo de formas cambiantes de identidad, porque aquellas que aparecían como otras conservaban su identidad por debajo de las imágenes de que se disfrazaban y porque además en cualquier momento se convertían definitivamente en eso de que se habían disfrazado.
Como estaba un poco mejor, en las últimas horas de la tarde -que era cuando mejor me sentía- comprendía que todo lo perdido inexplicablemente reaparecía en ese lugar remoto e intentaba guardarlo, rescatar algo de todo eso en el cuaderno que guardaba bajo la almohada. Pero cuando ahora releo lo que escribía esos días me doy cuenta que no es mucho lo que he podido guardar. Apenas cosas así de confusas: "Somos quiénes fuimos, sólo que ahora disfrazados de quiénes éramos". O sino: "Ella apareció como su madre pero en un cuerpo más joven que el de su madre y aún que el de ella misma; su madre, en el cuerpo que ella tenía cuando yo la amaba ".
Un día me dieron de alta, un domingo en que no pude encontrar a la enfermera en los interminables pasillos vacíos y en silencio; y me di cuenta que el mundo en que había vivido desaparecía de pronto. No es que me haya gustado estar ahí, pero me asombraba comprobar cómo se desvanecía.
Era el anochecer. Recuerdo que al salir todavía muy débil encontré una luna que me maravilló: en su intensa claridad se veía la avenida desierta, las casas a los costados y los árboles, con todos los detalles, como si fuera de día aunque bajo una luz más tenue y misteriosa que la del día. Y sin saber bien por qué me detuve a mirar el pasto que crecía entre las baldosas de la vereda, con la impresión de recordar esa imagen de algún lado. Enseguida me di cuenta de que la había visto en un sueño y entonces tuve la sensación de no haber salido en verdad del hospital sino seguir soñando en el fondo de la sala a oscuras. Fue como si todo se hubiera hundido en la irrealidad: la calle, alguno que entraba al hospital, los taxis que aguardaban a un costado y yo mismo detenido con la mirada fija en las veredas, no éramos más que formas de un sueño. Un momento después, ya repuesto, seguí caminando y enseguida creí saber de dónde venía la imagen del pasto y la vereda: tenía que ver con lo mejor de un sueño porque era algo que me había hecho pensar tengo que despertar para escribir. Pero entonces no pude recordar de qué imagen o qué sueño se había tratado. Seguro que ya al despertar eso que había querido recordar estaba perdido.
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*[De "No esperar nada más de las estrellas", Catálogos, Buenos Aires, 1999].

NO ESPERAR NADA MÁS DE LAS ESTRELLAS*

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Ya estaba casi oscuro cuando dejé la ruta y comencé a recorre los últimos kilómetros por caminos de tierra. Era uno de esos atardeceres ostentosos en la llanura de nubes y luces sobre el horizonte. Iba con mucho cuidado porque había bastante barro. Crucé la calle que lleva a la casa de mis abuelos y tomé, ya con toda calma, las últimas cuadras antes del campo Las Estrellas, donde pasaría la noche.
En la tranquera creí reconocer unas plantas a un costado, unas viejas pitas con flores muy altas, de casi la altura de los postes de luz. Una reminiscencia dudosa me dejó la sensación de atravesar la frontera a un tiempo perdido. Había pasado ahí los interminables veranos de la infancia y a esa última hora de la tarde, parecía que a pesar de los años el pasado estaba sin embargo intacto en los mismos olores, los sosegados ruidos del campo, el interminable color del cielo. Dejé el auto bajo los árboles y después de saludos y abrazos estuve en la galería del sur con dos primas que hacía mucho que no veía, tomando cerveza y conversando lleno de la apacible confusión entre lo propio y lo extraño que deja el pasado en común.
Muchos años atrás había estado en ese lugar pero ya no encontraba nada conocido. No sabía qué decir. Por suerte la charla con las primas no duró demasiado. Preguntaron por mi madre y hermanos y enseguida una se disculpó porque tenía que completar los preparativos para la fiesta y se fue. La otra se quedó algo más y luego me indicó el cuarto que me habían reservado y dijo que podía subir a cambiarme. Subí por una escalera estrecha que me parecía recordar, dejé el bolso detrás de la puerta y al no encontrar la perilla de la luz, abrí la ventana a la profundidad de la noche. Brillaban las hojas de los árboles y soplaba la brisa de después de la lluvia. Sí: recordaba haber estado en ese cuarto, pero eso había ocurrido en un mundo que ya no existía. ¿Qué hacía de nuevo ahí? Me recosté en la cama con la ventana abierta. Hacía calor pero por la ventana entraba el aire de después de la lluvia. La brisa sacudía apenas los bordes de una cortinita y afuera se recortaban los oscuros eucaliptos contra el brillo del cielo.
Sentí ya más intensamente que volvía el pasado. Venía del norte, donde de noche hace frío incluso en pleno verano y todos dormimos con las ventanas cerradas, y estaba ahí tirado con la ventana abierta esperando un poco de aire fresco y sin embargo era algo que conocía, que me resultaba muy propio. Recordé así que en aquellos campos durante mi infancia, el verano se instalaba sobre la llanura y los cuartos se volvían sofocantes y entonces los mayores permanecían en las galerías hasta muy tarde tomando cerveza y después se acostaban desnudos con todas las ventanas abiertas; y los chicos también nos acostábamos con ventanas abiertas y veíamos afuera el cielo y la sombra de los árboles y escuchábamos los infinitos murmullos del campo. Yo estaba de nuevo como entonces y ya el pasado estaba en mi piel porque las plantas esa noche liberaban un aroma profundo y misterioso y la ventana estaba llena de las mismas sombras y los mismos ruidos.
Me sentía cansado del viaje y lleno de nostalgia y confundido; me dejé estar sobre la cama de resortes y enseguida quedé dormido.

Tía Emita cumplía setenta y cinco años y eso había provocado la reunión. Yo había caído más por casualidad que por designio; había tenido que viajar por negocios a Rosario y como coincidían las fechas y estaba cerca, decidí llegar.
Después de dormir un instante desperté con la sensación de un inconcebible deslizamiento: era algo más fuerte que la memoria, era como si hubiera vuelto el pasado. No pude encontrar de nuevo la perilla para prender la luz así que me vestí a oscuras y bajé a la fiesta.
Debían esperar a mucha gente. Habían puesto mesas en la galería y hasta en el pasto de la entrada. Las iluminaban unas pequeñas velas dentro de copas de vidrio. Ya habían llegado algunos invitados aunque era todavía temprano. Anduve por entre las mesas y enseguida encontré a mi abuela. Estaba de espaldas y dudé en acercarme porque no le había escrito en años. Pero cuando di la vuelta, ella me abrazó con una naturalidad un poco irreal y afectuosamente me preguntó cómo estaban todos en Jujuy. Me quedé al lado de su silla de ruedas, contento por el modo que me había recibido y también por verla tan bien: incluso parecía más joven que la última vez. Se lo dije y le prometí volver enseguida, después de saludar a los demás. Y caminé entre desconocidos que de pronto parecían reconocerme y me invitaban a brindar y se alegraban de que hubiera llegado.
Cuando ya me decía que eso sería todo y que estaba bien, descubrí al fondo de la galería a una chica que reconocí enseguida a pesar de la luz escasa y la distancia: era Ingrid. Estaba casi en un rincón, detrás de un grupo de hombres y mujeres y no parecía haberme reconocido. Me quedé mirándola. No recordaba su rostro: ni sé cómo hice para reconocerla, pero era ella. Me conmovió verla porque había creído hasta ese instante que ella estaría muerta: cuando la conocí tenía cáncer y parecía que no viviría demasiado. Sin embargo estaba ahí, muchos años después, en un grupo en el que -supuse- alguno podía ser su esposo o su novio.
Y ya fue como si finalmente estuviera en el pasado porque comencé a recordar y a ver inclusive los cielos del atardecer en el cementerio frente a la casa de aquella chica y a recordar sus piernas flacas y musculosas y el modo en que saltaba descalza sobre los charcos; y también el pasillo a oscuras de la casa de mis abuelos y a mi mismo, el adolescente que fui aquellos años, intentando llamarla por un enorme teléfono de madera. Y sentí algo muy profundo. No era alegría; ni tampoco asombro. Era más bien alivio. Como si hubiera vivido con el peso de su presunta muerte porque ella había sido mi amiga y después yo -por lo que fuera- no la había vuelto a llamar. Como estaba enferma terminé creyendo que había muerto, sin ser capaz de preguntar siquiera.
Pero enseguida eso que llamé alivio dejó paso a otra cosa. Supongo que lo que pasó fue que yo estaba solo esa noche, tan lejos de mi mujer y de todo lo que tuviera que ver con ella, y era por lo tanto libre para estar con Ingrid después de tantos años. Era absurdo, pero tuve la ilusión de que algo pasaría esa misma noche. Caminé por el costado de la galería y cuando las mesas me impidieron continuar, bajé al patio y logré acercarme. Pero no me animé a llamarla. Estuve parado como mirando hacia la noche y pasé caminando lo más cerca que pude, para verla y que me viera. Mientras iba pasando no me miraba, seguía pendiente de lo que decía alguien frente a ella, pero antes de que llegara a perderme, me miró. Fue apenas un instante, algo más breve que una mirada: hizo un movimiento, un saludo estirando apenas los dedos de su mano izquierda.

Me quedé mirando la noche abandonado a la memoria. Y comencé a recordar más despacio. En primer lugar, la tarde en que la conocí. Yo volvía caminando del pueblo. A unos tres kilómetros antes de la casa de mis abuelos el camino hacía un codo. De un lado quedaba cementerio, aunque no se lo podía notar desde el camino: lo único que lo distinguía de una entrada cualquiera era una cruz a un costado, demasiado pequeña para que pudiera vérsela desde el camino. Y del otro lado estaba la casa de Ingrid, atrás de un alambrado y tapada por una hilera de árboles. La vi dando vueltas en bicicleta y me detuve y después de estar un instante mirándola, ella vino hacia donde yo estaba. Recuerdo una ligera decepción: de lejos me había parecido más linda. Había algo irregular en su rostro: la forma de su boca, el modo que tenía de mirar. Le conté que era nieto de los Aldarrechea y ella contestó: "Ya sabía. Yo me llamo Ingrid". Se llamaba Ingrid Barboza, lo que me pareció un poco cómico: suponía que solamente a los norteños se nos podía ocurrir poner esos nombres de actores norteamericanos que se llevaban a las patadas con nuestros apellidos españoles o indios. Le dije que tenía un nombre raro y me contestó que era por su abuela. Por lo menos eso, pensé: no era por alguna actriz de teleteatro. Dijo enseguida que ya tenía que entrar. Le pregunté si tenía teléfono y ella me dijo el número.
La llamé al día siguiente aprovechando que todos dormían la siesta y unas horas más tarde viajábamos juntos por los polvorientos caminos hacia Venado Tuerto. Había un baile en un club, me había dicho. Si yo quería podíamos ir juntos. La esperé frente a la puerta del cementerio. Salió de su casa muy despacio en una camioneta y se detuvo al lado mío. Y ni bien subí me dijo que era hermoso y después, como si se hubiera arrepentido o quisiera aclarar por qué lo había dicho, agregó: "Lo que pasa es que estoy enferma".
-¿Qué tenés? le pregunté.
-Leucemia.

El club quedaba al final de un patio. Estacionamos la camioneta, atravesamos la multitud y entramos a un enorme salón saturado de humo. A poco de andar la perdí en la confusión. Me entretuve entonces dando vueltas y mirando otras chicas. En la barra tomé un whisky y pensé en acercarme a alguna pero no pude o no supe cómo. Y al rato, cuando me sentí solo, la busqué de un lado a otro y la encontré en un sillón en el patio. Estaba tan borracha que no me reconoció. Me quedé con ella. Estuve un rato tratando de hablarle. Pero como no me contestaba, volví adentro. Y anduve de nuevo sin animarme a hablar con otras chicas. Cuando llegaba el final y la gente empezó a irse, volví a buscarla. En el patio había dos o tres parejas y una cantidad de vasos y botellas tirados en la oscuridad, pero ella no estaba. La busqué en todos los rincones, hasta en el baño de damas; y después salí a las calles. Faltaba poco para el amanecer. Comencé a caminar sin rumbo. Estaba agitado y también un poco despechado. Intentaba encontrar -contra toda posibilidad- a alguien que quisiera llevarme en la dirección de mis abuelos. Crucé la ciudad lleno de incertidumbre y al llegar al borde de los campos vi su camioneta a un costado de la ruta. Dormía en el asiento. Temí que pudiera haberle pasado algo y la desperté. Estaba borracha. Manejé mientras empezaba la mañana con ella dormida sobre mis piernas y la sacudí un poco antes de llegar a su casa. Se despertó como nueva. Dijo que podía manejar y me pidió perdón y me besó en la boca.
La estuve llamando varios días sin dar con ella hasta que un atardecer me atendió en voz muy baja, como si temiera que alguien pudiera oírla, y quedamos en encontrarnos esa misma noche frente al cementerio. Yo dormía en un altillo bajo el tanque de agua, al final de una pequeña escalera. Toda la noche escuchaba el murmullo de las palomas y el ruido de las cañerías. Esa noche me descolgué del otro lado de la ventana y atravesé los campos en la claridad de la luna tratando de no alarmar a los perros. Estuve parado a un costado de la entrada del cementerio hasta que ella apareció.
La luna parecía encender el silencio de las cosas y llenarlo todo de misterio. Supongo que no supimos al principio qué decir, pero recuerdo que estuvimos después tomados de la mano. Ella me habló un poco de su enfermedad. Yo la escuchaba lleno de compasión. Y después recuerdo haberla besado y haber buscado después el final de su espalda. Ella se puso tensa y me apartó, diciendo que no era así como tenía que ser y pidiendo enseguida disculpas por ser tan tonta. Debo haber supuesto que como estaba con cáncer, estaría dispuesta a aprovechar sus últimos días. Un cálculo algo miserable, es cierto, que ahora tiendo a justificar invocando la característica estupidez de la edad.
La ví dos o tres veces más y después cuando ya me iba, me saludó de lejos. No volví a llamarla ni a pensar en ella. Me extraña, ahora que lo pienso, no haber sentido siquiera curiosidad por saber qué había sido de ella. La verdad es que después de la muerte de mi abuelo ya no tuve mayor comunicación con mis parientes y además no podía preguntar por ella sin hacer sospechar una historia que por algún motivo ocultamos. Como fuera, no me sentía ni en deuda ni de ningún modo mal con ella. Ella era la que había impedido que hubiera algo más entre nosotros. Mencionó una de esas veces un tal Pájaro azul de la felicidad que no sé de dónde habría sacado. Supongo que de alguna revista. No era un príncipe azul como en los cuentos, sino un pájaro azul. Yo quería solamente seducirla, tocar sus piernas, sus pechos. Es decir, no me interesaba ningún tipo de pájaro, ni siquiera uno azul, y entonces burlándome cariñosamente le dije que yo pensaba que no se podía esperar nada de esos pajaritos. Ella me apretó las manos y volvió a decir: disculpame por ser tan tonta.

Volví donde estaba mi abuela. Me sorprendía verla tan bien. Cuando era niño, ella cada noche se iba a dormir diciendo Hasta mañana si Dios quiere, como si pudiese morir cualquiera de esas noches; y después cuando nos íbamos al final del verano lloraba mientras nos despedía desde su silla de ruedas, pensando que acaso nunca más nos volveríamos a ver; y también cuando de nuevo regresábamos al verano siguiente lloraba porque podía ser el último verano juntos. A su lado mi abuelo parecía un roble. Entraba, salía, arreglaba lo que se rompía, escribía larguísimas cartas, hablaba con todo el mundo y consumía litros de cerveza. Pero fue él el que murió y ya muchos años después, aquella noche mi abuela parecía mejor que nunca. Como estaba sola en una esquina me senté a su lado creyendo que querría conversar conmigo, pero ella ni se dio cuenta. Debía estar pensando en otra cosa. Intenté hablar, preguntándole cómo estaba y demás. Me comentó de varias personas cuyos nombres yo no creía recordar. No supe si era yo el que no conocía a quienes debía conocer o si ella estaba hablando de gente con la que yo no tenía nada que ver. Para colmo no decía los nombres ni los apellidos sino apodos o diminutivos, como el Gordo o el Nene.
Dejé de hacerle preguntas, pero me quedé a su lado. La mesa quedaba en un lugar de paso y yo en medio de la multitud estaba bastante desorientado porque salvo a mi abuela y a dos o tres más, no creía conocer a nadie, pero todos parecían tener ciertos vínculos conmigo porque me trataban con mucho afecto. Mi abuela hablaba con todos ellos y después se distrajo mirando la gente de la fiesta. Me tranquilizó comprobar que no estaba interesada en hablar conmigo. Yo no encontraba tampoco nada que decirle.
Estuve comiendo y tomando cerveza y enseguida me levanté y fui a recorrer la casa. Anduve dando vueltas por pasillos llenos de gente, ya decidido a hablar con Ingrid. No tenía claro como hacerlo. Podía acercarme y directamente decirle que estaba feliz de que ella estuviera ahí. No podía decirle que estaba feliz de que no hubiera muerto. Porque yo en verdad estaba feliz de que no hubiese muerto, pero tenía que decir otra cosa.
La verdad es que a pesar de que no la había visto bien, me había parecido que estaba saludable. Aquel verano que nos conocimos tenía el cabello escaso y a punto de quebrarse como paja seca. Y la piel de su rostro, amarilla o verdosa, parecía de papel. Pero del cuello para abajo su cuerpo parecía conservar todas las fuerzas. La recuerdo caminar descalza con pasos muy largos, entre la maleza o sobre la tierra reseca de los caminos. Pasaba los pozos y los charcos casi sin detenerse. No he visto a nadie caminar así. Era un movimiento suave y vigoroso al mismo tiempo. Como si no tocara el suelo de tan liviana, pero si uno se fijaba descubría que asentaba hasta el último centímetro de la piel de sus pies sobre la tierra. Se puede suponer que exagero. Acaso exagero, ahora inquieto por mi indiferencia de entonces. Cuando me fui aquel verano los girasoles daban la espalda al crepúsculo y sobre los trigales maduros la brisa arrastraba nubes de polvo amarillo. Entonces vivía mi padre y también mi abuelo. No recuerdo con quién iba en el auto aquel atardecer que pasé demasiado lejos de ella, tanto que no sé si vio que le devolvía el saludo desde el auto. Debo haber pensado que moriría y ya nunca volvería a saber de ella. No pude haber previsto -en cambio- las muertes de mi padre o mi abuelo, cualquiera de ellos fuese el que manejaba aquel auto; ellos nunca morirían y la muerte estaba entonces lejos de conmover el mundo en que vivía.

Encontré una mesa en la cocina y me senté. A mi alrededor los que atendían iban y venían llevando comida y bebidas. Me invitaron a sentarme y tomar algo. Una mujer me alcanzó un vaso de cerveza. Me trataban como si fuera uno más y había empezado a gustarme. Se acabó la cerveza y volvieron a servirme. Volví a pensar en Ingrid. No podía decirle que estaba feliz de que no hubiese muerto aunque fuera cierto. No era lo primero que se podía decir a alguien que no se había visto en años. Después anduve dando vueltas por la casa sin saber qué hacer. Tratando de recordar, supongo. Escuché a dos hombres lamentarse de lo poco que había llovido y me detuve a conversar. Me hablaron de gente que yo no creía conocer, como si estuvieran informándome de algo que debía interesarme. Intenté contarles algo de mi familia en Jujuy, pero enseguida uno de ellos me interrumpió para preguntarme si había notado la seca. No supe qué decir, pero no hizo falta que dijera nada. Debía ser algo realmente excepcional porque el otro juró por la salud de su hija que en años no había visto nada igual. Hasta que me di cuenta de que había avanzado la noche y en cualquier momento podría terminar la fiesta y yo tendría que partir al día siguiente sin haber vuelto a hablar con Ingrid. Volví adonde estaban las mesas. Ya era tarde, pero seguían llegando autos. Habían llegado algunos parientes más y se me acercaron. Todos me seguían tratando como si fuéramos viejos compañeros, pero yo seguía sin evocar demasiado. Me acordaba de algunos rostros, algunos nombres, pero nada de eso coincidía del todo con los que estaban en aquella mesa. Así que sólo se me ocurría repetir a todos que estaba de paso por un viaje de negocios y que había decidido aprovechar el cumpleaños para volverlos a ver, como si fuera clarísimo que nos habíamos visto antes.
La fiesta a todo esto se había largado con todo. De pronto se encendieron las luces y un primo mío cantó en homenaje a la cumpleañera, una adaptación de la Zamba de los mineros, que para el caso pasó a ser la Zamba de los tamberos. Con lo que el lugar para culpacharse con vino morao ya no era lo de Marcelino Ríos y sino lo de Bernardo Aldarrechea. Un poco incongruente porque la zamba de los tamberos, al igual que la de los mineros, tenía sólo dos caminos: morir el sueño del oro / vivir el sueño del vino, como si hubiera posibilidad de encontrar oro en las vacas. La tía se mantuvo sentada al lado del cantor y al comienzo levantó varias veces la copa contestando saludos, pero enseguida se puso a llorar.
Seguía pasando la noche y no me decidía a ir hasta Ingrid. Estaba incluso un poco confundido por mi propia desesperación de estar con ella. Me había pasado otras veces encontrar a mujeres de las que había estado enamorado . Verlas de nuevo, normalmente sometidas a los efectos del tiempo, me había aliviado del deseo. Con Ingrid, en cambio, parecía estar peor que cuando nos conocimos aquel verano. Y ni siquiera había podido verla bien. De modo que no era esa mujer que había reconocido apenas en la oscuridad, sino aquella chica que yo había abandonado a la muerte algún verano, con una indiferencia que ya no podría explicar.
Buscando cómo acercarme, fui hasta el baño del otro lado, atravesando el lugar donde estaba su mesa y más allá una galería muy alta que rodeaba la casa. Y cuando volvía la encontré en el lugar más oscuro de esa galería, lejos de la sala iluminada donde ocurría el cumpleaños. Me acerqué y ella se quedó mirándome en silencio. Y aunque no supe qué decirle, enseguida todo resultó muy fácil, como si no hubiera pasado el tiempo entre nosotros. Ella dijo en mi oído que permanecería hasta cerca del amanecer y que nos podríamos encontrar entre los árboles. Dijo -en realidad- "en el bosque". Sorprendido y también lleno de esperanza, le pregunté a qué hora. "Ya te vas a dar cuenta", respondió. Le indiqué que la estaría mirando, de modo que ni bien se fuera la seguiría. Señalé una dirección bajo los árboles para que me esperara.
Volví a la fiesta y me estuve demorando entre la gente. Mi abuela me llamó y me pidió que me sentara a su lado, como si finalmente me hubiera reconocido. Yo estaba para entonces lleno de esperanza y sin saber qué me estaba pasando. Porque -en primer lugar- ni siquiera sabía qué había ocurrido con Ingrid en aquellos días remotos. No podía haberse tratado de una historia de amor. Las historias de amor no dejan dudas: me hubiera dado cuenta si hubiera sido amor. No era amor, pero aquel verano tampoco había pensado en nadie más: sólo en ella. Andaba a la siesta -por ejemplo- con una pequeña radio buscando música en las emisoras lejanas, pero no conseguía escuchar ninguna con nitidez y tampoco encontraba música que me gustara, y así pasaban las horas en una paz en el límite del letargo. Pero cuando el sol salía de la mitad del cielo y comenzaba a soplar el viento, sentía algo más. No amor, ni siquiera deseo, pero necesitaba verla. Era un impulso como la vida misma que me empujaba al campo, a los caminos. Iba en dirección a su casa y pasaba lentamente bajo los árboles, tratando de que me viera; y cuando repetidamente no la encontraba, me detenía a contemplar el atardecer o llegaba hasta el pueblo a mirar la gente en los bancos de la plaza. No estaba enamorado de ella pero la buscaba de nuevo cuando volvía y creía ver su silueta en alguna ventana iluminada. Y permanecía entre los árboles del cementerio con la esperanza de que saliera y en el resplandor de la luna miraba las tumbas, viejas o nuevas, las flores en jarros ya sin agua y los nombres y las fechas, inquieto por esa vecindad con el cementerio, estando ella tan enferma.
En la fiesta de cumpleaños, repasando aquel verano en que la conocí sospechaba que lo que no había podido entender era mi propia relación con la muerte. Mi propio miedo. Porque estaba ahí la muerte, entre nosotros. Y no por algo que hubiera ocurrido o que nos hubiéramos dicho, porque ella no quería o no podía hablar y yo no sabía si hacerlo. Pero su enfermedad estaba ahí todo el tiempo, incluso su muerte, en el aspecto de su pelo y la palidez de su rostro, en su mirada que de pronto se olvidaba de las cosas y el gesto de sus manos que acomodaban su pelo a cada instante con demasiado cuidado. Aunque no dijéramos nada, estaba ahí, haciéndose escuchar incluso en el silencio, como cuando le pregunté qué pensaba hacer: si iría a estudiar o buscaría trabajo; y ella no contestó y se puso sombría.

Aquel verano estuve, si no enamorado, por lo menos conmovido hasta el amor. Conmovido por ella y por mi propia impotencia. Cuando alguien está por morir es como si por dentro se cayera en el vacío y entonces no hay ningún apoyo, ningún soporte que uno pueda ofrecerle. Ella para colmo no decía nada, no ofrecía siquiera la posibilidad de argumentar algún consuelo, presentarle por ejemplo las ilusiones de la religión.
Y no era sólo la muerte. Era también -supongo- la sensación del tiempo, una imparable irrupción de presente en cada una de las cosas que ocurrían a su lado. En sus manos cuando acariciaba las espigas del campo o cortaba una flor, y su mirada, por momentos perdida en la distancia, como si pretendiera distinguir un lugar más allá del horizonte, y también detenida en algún punto profundo dentro de si misma.
Lo que no había sido capaz de comprender, mientras me conmovían su muerte y mi impotencia, era que estaba viva. Sus piernas sobre todo, estaban vivas; la muerte ni las había rozado. Y ya de nuevo cerca de ella años después, en medio de una fiesta inesperada y a punto de volver a estar con ella, me daba cuenta de que aquel misterio seguía intacto. El misterio en definitiva del amor. Porque estuve enamorado de ella. Es muy extraño, pero -por ejemplo- me recuerdo en ese pasillo oscuro donde estaba el teléfono, llegar caminando con cuidado de no hacer ruido sobre un desvencijado piso de madera y llamarla una y otra vez sin poder hablar con ella. Y también recuerdo una tarde a su lado detrás de un alambrado en la llanura, mirando pastar a unas vacas en las últimas horas del atardecer; y también haber estado con ella en un enorme granero a oscuras, tomando no sé qué licor y sintiendo el frío de la oscuridad y el abandono. Sin atreverme a preguntarle qué tan grave era su enfermedad. Debo haber estado loco de amor.
Y ella se había sentido sin tiempo y acaso por eso no había querido que hubiera nada entre nosotros. No querría iniciar nada que después no podría continuar. Pero, aún así, su negativa era algo que yo no había podido entender. Cuando hay amor no se trata de algo que se pueda iniciar y continuar. En verdad, basta con el encuentro, la entrega, contra lo que la muerte nada puede porque ocurre y se consuma en el instante. Era por algo más que ella no había querido el amor entre nosotros. Y acaso yo así lo supe aquel verano y por eso me fui y no la volvía a llamar.
Como fuera, ella suponiéndose cerca de su muerte, se había negado al amor. Sin embargo no había muerto y después de todos estos años estaba ahí para terminar eso que se había iniciado sin que nada pudiera evitarlo.

Estuve conversando con mi abuela que había caído en un interés repentino por saber lo que hacíamos en Jujuy y no advertí cuando Ingrid se retiró como habíamos quedado. Miré hacia su mesa y ya no estaba. Como de pronto mi abuela no me dejaba de hablar, no supe cómo hacer para ir yo también hacia los árboles. No sabía cómo disculparme un momento. Pero enseguida llegó gritando una mujer desde la casa donde vivían los peones porque un niño que debía ser su hijo había quedado atrapado en un montículo de leña. Al escucharla, comprendí que era la excusa que necesitaba. Fui con un grupo de gente hasta la leña, ayudé en algo, corrí unas maderas para que sacaran al niño; y luego cuando los demás empezaron a volver, me quedé mirando hacia la sombra. Estuve un momento con la mujer y el niño que recién una vez liberado comenzó a llorar. Y cuando también éstos se alejaron, fue fácil rodear la casa por la parte de atrás e internarme en la oscuridad.
Anduve bajo los árboles a un costado del alambrado que separaba la casa del camino, para evitar los perros que ladraban del otro lado y enseguida la encontré, en la dirección que le había indicado, pero mucho más lejos. Y todo siguió siendo muy fácil porque al encontrarnos nos abrazamos y enseguida ella levantó la boca y ofreció sus labios. Como estabamos demasiado cerca todavía y podrían vernos los que llegaran por el camino, le dije que debíamos ir un poco más allá. Pero elegí mal el camino, optando por cruzar por donde se entraba a la casa y así fue como nos vio uno de los trabajadores que llegaba en un tractor. Nos tiramos al césped tratando de no ser vistos, pero eso fue peor porque detuvo el tractor con las luces iluminando hacia donde estábamos. Para evitar que se alarmara, dije a Ingrid que se quedara quieta y me levanté y fui hacia él. Sin poder ver al tractorero por las luces que me daban en la cara, dije que estaba en la fiesta y había salido a pasear un poco. El hombre dió media vuelta y siguió su camino.
Volví a Ingrid y dije que era una hermosa noche para mirar las estrellas desde el césped. Ella me pasó los brazos por alrededor del cuello y volvió a besarme y dijo ahora si. Eso fue lo que dijo. Y no me sorprendió en lo más mínimo, como si hiciera sólo un instante y no varios años desde el momento en que yo le había propuesto hacer el amor o algo así. Me volvió a besar, con una pasión que tenía que ser fingida pero que no podía serlo; y sentándose en el pasto me tiró de la mano para que yo me sentara a su lado. Volvió a decir: ahora sí, asintiendo en algo que yo en absoluto le estaba proponiendo, respondiendo a una propuesta que sólo pude haberle hecho muchos años atrás. La había estado buscando en la fiesta con la incertidumbre de un enamorado y ya juntos éramos aquellos que habíamos debido ser un montón de años atrás. Entonces me dejé empujar sobre el pasto y le devolví los besos con la misma pasión, como si definitivamente yo fuera aquel adolescente atrapado en unas tardes abandonadas a la memoria. Volví a sentir el vértigo del tiempo, el presente que nos consume cuando logramos alcanzarlo, hundí la cabeza a un costado de la suya y sentí el perfume de su pelo y el olor de la tierra mojada. Después me quedé quieto. Parecía mentira que ambos lo hubiéramos estado esperando a lo largo de los años. Ella delicadamente me empujó para que me corriera de su cuerpo.
Pero nada de esto importa. Lo que importa, con esa forma paradógica que tiene la verdad, es lo que ella dijo cuando estábamos todavía bajo los árboles. Mirando el cielo, inesperadamente pidió a las estrellas que se movieran más rápido, para que se apurara el tiempo. Yo le contesté -con asombro y algo de reproche- cómo podía estar queriendo que esos instantes apenas que teníamos, pasaran más de prisa. Ella contestó que sólo sabía que esa noche debía terminar lo antes posible. Que eso sería lo mejor.
Y se soltó de mis manos y se fué apurada hacia las luces. Me quedé solo en la oscuridad y me sentí más que lleno de nostalgia, desdichado, como si estuviera para siempre en un verano perdido, perdido pero también intacto en algún sitio de mi mismo. Y me sentí atrapado en el deseo de un adolescente remoto y también extraviado todavía en el tedio de las siestas del campo. Y me di cuenta que haber estado con ella me había dejado sin embargo tan vacío como aquellos días en que me rechazó. Tenía mojada la ropa por la humedad del césped y sentí frío y empecé a caminar hacia la casa. De pronto sentí también odio por todos los que seguían esa noche en la fiesta; un odio absurdo, porque no había nada por lo que los pudiera odiar. Los odiaba sin embargo como si ellos hubieran impedido que pudiéramos estar juntos. Porque, a todo esto, ¿qué era lo que yo podía pretender? Estaba claro que al día siguiente ya no podría tener nada que ver con ella y seguiría mi camino. Me llamaba la atención entonces la forma en que el deseo se había encaprichado contra toda posibilidad, incluso contra lo que verdaderamente yo quería.
Cuando entré de nuevo a la fiesta, ella ya no estaba. No había atinado a preguntarle siquiera cómo estaba, que había sido de su enfermedad, a qué se dedicaba, si alguno de aquellos era su esposo, si había tenido niños.
Pasaron los días y al cabo de un tiempo me dí cuenta que estaba haciendo lo mismo que la vez anterior, cuando ya no era un adolescente sino un hombre y podía llamar y preguntar por ella y decir quien era yo y por qué llamaba si era necesario. En Informaciones me dieron el número de su familia. Pero esta vez ya no estaba. Me contestó una voz muy suave. Pregunté por ella y se hizo un silencio. Entonces dije: "Lo siento". Y colgué.
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*[De "No esperar nada más de las estrellas", Catálogos, Buenos Aires, 1999].