sábado, 13 de agosto de 2011

Entre las ratas


Hay un chico del otro lado de la mesa mientras oscurece. Yo lo miro en el silencio sin final de un día de invierno. No es su rostro, ni su ropa o su actitud. Es su piel, el blanco de su piel; un blanco extremo, casi transparente. No cualquier blanco; no el blanco de algunas flores o de las nubes. Es blanco de frío. Tal vez la palabra sea lívido. Una piel helada y transparente. Es una de esas instituciones para niños que, por algún motivo, tienen que permanecer encerrados, que aquí se llaman “hogares”. Niños abandonados, por sus madres y padres, o cuyos padres se han muerto o se demostraron ineptos o los pusieron en riesgo. O niños “en conflicto con la ley”. Es decir, hogares que no tienen nada que ver con todo lo que resuena en la palabra hogar.

El hogar quedaba en Santa Rita, un pueblito en las montañas verdes que rodeaban un valle. Estaban haciendo reparaciones en el edificio y había que ir a ver las obras. Yo trabajaba en Tesorería, tenía la administración de fondos para reparaciones; y había otros dos, ambos ingenieros, que iban a controlar la obra.

Llegamos a la siesta. Un lugar apacible. Yo había estado algunas veces, pero nunca había visitado el hogar. En el silencio de las puertas cerradas se escuchaba una acequia por la plaza. Por lo que yo sabía, el hogar no funcionaba ya por años. El edificio había sido una mansión, pero con los años y la falta de mantenimiento, las paredes se habían llenado de humedad y los techos comenzaron a caerse. Después siguieron pasando los años hasta que un día aparecieron fondos para la reparación. Yo no sabía por qué -si alguien habría hecho una gestión o si por casualidad una nota perdida habría llegado a destino-, pero en lo que a mí respectaba, un día hubo fondos y ahora se estaba haciendo la obra.

Nos detuvimos frente al hogar. Un edificio imponente, de más de media cuadra de largo; pero el frente había perdido definitivamente la pintura y había, además, pedazos enormes de revoque caído. Enseguida nos recibió una mujer, la encargada. Me extrañó que vistiera delantal. ¿Para qué si el hogar llevaba años sin funcionar? Atravesamos el portón y entramos a un patio lleno de escombros. La mujer nos hizo seguir hasta una oficina que funcionaba en una vieja cocina comedor. Sentí un olor dulce y desagradable, pero no muy intenso. Carne vieja, pensé, un olor que se había ido convirtiendo en polvo.

-Es olor de las ratas muertas -explicó la encargada.

Nos ubicamos, alrededor de la mesa, bajo altas ventanas a las nubes de la tarde. La mujer apoyó una pava caliente, acomodó unas tazas y sacó del armario un bollo finito y negro de humo.

Y contó lo que hasta ese día tenía que haber callado.

Se alegraba de que hubieran comenzado las obras. Y había que terminarlas lo antes posible. Y volver a hacer funcionar el hogar. Recuperar los chicos. Era urgente porque sino habría que devolverlo.

-¿Por qué devolver?- le preguntamos.

El inmueble había sido donado para hogar, explicó. No podía ser usado para otra cosa. Insistió: “donado expresamente para hogar”. Por un hombre rico que había vivido en esa casa. Si la donación había sido para hogar –repitió de nuevo-, no se lo podía usar para nada más. Si no, los herederos podían pedir la devolución. Porque, si bien el donante había muerto –aclaró-, sus hijos vivían. La mujer hablaba con urgencia y como declamando. Y justamente unos días antes de nuestra visita –siguió-, había aparecido uno de esos hijos y había andado preguntando si el hogar funcionaba o no.

-Y como funciona –agregó-, no pudo hacer nada.

Yo había visto, al entrar, a un chico al final de la galería. Sin prestarle atención. Podía ser un chico cualquiera. Pero al escucharla me di cuenta y pregunté:

-¿Cómo que funciona el hogar?

Todo había comenzado varios años atrás –comenzó a contar la encargada todavía sin contestarme-, una noche de lluvia. Una de las habitaciones se derrumbó. “Fue un milagro”, exclamó. Una viga cayó en medio de la habitación pero ningún chico sufrió heridas. “Increíble” dijo. Siguió una decisión obvia: sacar a los chicos. De casi treinta chicos que había, se llevaron a más de la mitad a un orfanato en la capital; los demás fueron saliendo hacia “hogares sustitutos” de aquí o allá. Pero quedó uno. Y entonces me miró porque me estaba contestando.

-Era el último que teníamos –dijo-.

Yo escuché: era el último. Y que lo tenían. La mujer, apurada, nerviosa pero también demostrando decisión, se puso a enumerar las medidas que tomaron para asegurarse de que el chico estuviera bien. No pudo explicar demasiado porque la interrumpió uno de los ingenieros.

-¿Un solo chico?

-Sí -contestó la mujer.

-¿Y con los techos cayéndose?

-No, siempre estuvo en lugar seguro.

Permaneció un instante en silencio. Como si hubiera perdido la fuerza. Como si se hubiera dado cuenta de la dificultad que había para explicar y no supiera cómo seguir. Volvió a hablar de las ratas. “Ya no se podía estar –dijo-, había por todos lados, en todos los rincones. Todo el día se escuchaban los pasitos sobre el techo”. Y –como los ingenieros y yo la mirábamos en silencio- siguió: “Pusimos veneno. A la semana, más o menos, comenzaron a caer muertas”. No sé si estaría procurando dar cuenta de los cuidados que habían tenido para con el último chico: limpiar de ratas el lugar donde lo tenían. “Aparecían en el patio, en todas las habitaciones, en todos lados. Las fuimos recogiendo, pero quedaron una cuántas ratas muertas entre las chapas y las maderas del techo”.

-Es un olor terrible -dije.

-No –contestó la mujer-. Hace ya tiempo y casi no se siente. Van a ver: después de un rato, uno se acostumbra y ya no se lo siente nada.

-Sí- acepté. El olor no era tan fuerte.

Habían sido quince las personas que trabajaban ahí, procuró continuar. Ella, la encargada; además porteras, maestras y enfermeras. Y habían estado ahí –enfatizó-, trabajando, todos esos años. El chico había estado muy bien atendido y no podía en verdad quejarse de nada.

-¿Y qué hacían? –pregunté, porque era obvio.

-Vinimos a trabajar. Todos. Todos los días. Para no perder el trabajo. O que nos trasladen. Esperando que traigan a los chicos de vuelta.

-¿Qué chicos? Deben ser todos mayores – objeté, un poco en broma pero también con furia.

Pero siguieron sus explicaciones. Todo era inconcebible. Un grupo yendo todos los días a trabajar a un lugar vacío. Y para no hacer nada. Con una sola habitación ocupada. Un solo chico. Atendido o abandonado, no se sabe, pero suficiente para la conservación del trabajo y el sueldo. La miré sin piedad y vi dientes sucios y transpiración sobre su rostro.

-Si no era por ese chico, tendrían que haberse ido –apuntó uno de los ingenieros, pero con un tono neutro, sin reproche, como una constatación nada más.

La mujer se puso seria. Tomó la pava y la dejó en la hornalla, como arrepintiéndose de habernos invitado. Sacó un repasador y limpió la mesa. Y dijo entre dientes: “Gracias a nosotros ahora los herederos no pueden pedir que ustedes les devuelvan la casa”.

El otro ingeniero, que había estado ajeno a la conversación, propuso que viéramos cómo iban las obras antes de que se hiciera de noche. La mujer envolvió el pedazo de bollo y se paró para que saliéramos. Salieron los tres pero yo me quedé en la cocina. No sé si apenado o solamente sin ganas. Era una casa enorme, completamente fuera de lugar en un pueblito lejano y pobre. No me podía imaginar quién pudo haber construido ese edificio. Y después donarlo para hogar. Pensé en un hijo abandonado y en una fortuna inesperada; y además en alguna cosa que en ese lugar pudiera haber tocado su corazón. Un chico en la calle, bajo la lluvia o el sol o cualquier otra cosa. Como fuera, esa mansión no tenía sentido en ese pueblito. Tampoco que hubiera que usarla sí o sí para orfanato. No había suficientes niños, ni ahí ni en toda la región. En una ventana muy alta, por la que había estado entrando la luz de la tarde, brillaba todavía el cielo nublado. Pero la cocina ya estaba en penumbras.

Entonces entró el chico. Entró sin verme. No sin mirarme: sin verme. Como si en realidad yo no estuviera ahí. Entró y tocó la pava con el revés de la mano. Sacó una taza, un saquito de té. Todo muy despacio. No con miedo o cuidado, con desgano –supongo- o aburrido. En el silencio de la cocina en penumbras vertió el agua en la taza. Era un adolescente. Una barba incipiente le hacía una sombra en el rostro. Tenía la camisa abierta y la piel muy blanca. Sus prendas venían cada una de distintos orígenes. Resultaba extraño que se hubieran reunido en un mismo cuerpo. Zapatos redondos de otros tiempos; un pantalón blanco muy grueso, de lona; una camisa floreada que podía ser un piyama. El pantalón demasiado ancho en la cintura. Lo aseguraba con una cinta; y además era corto y se le veían los tobillos. Agregó azúcar. Podría haberle dicho algo. Intentar conocer su historia. Lo extraordinario era el hecho en sí. El trasfondo del abandono y su condición de rehén o beneficiario de un grupo que se había aferrado a él como última posibilidad de conservar un sueldo.

Sacó el bollo y empezó a tomar el té. Estábamos a menos de un metro de distancia y de ningún modo parecía notar siquiera mi presencia. No me sentía incómodo. Pero lo que quiero contar es que elevé los ojos hacia la luz ya escasa que entraba por las ventanas y pensé en mi padre. O en la historia que tenía sobre mi padre. Porque padre no tuve. Llevaba su apellido y tenía además unas fotos y una historia. Pero nunca lo había visto. Tampoco había preguntado demasiado. Supongo que no me habían hecho falta más que esa historia y esas fotos. Las fotos eran verdaderas; la historia no sé, supongo que podía ser verdadera en parte. No importaba. En realidad, enseguida comencé a recordar al padre de un compañero de escuela. No sé por qué. Supongo que pensé en el padre de ese chico a mi lado en la mesa del orfanato, después en el mío y después en cualquier otro, un padre cualquiera, y encontré al padre de ese compañero. Sería lo más parecido a un padre que pude recordar. El único además, porque ni el mío ni el de ese chico parecían haber existido.

Y esto fue lo que recordé:

Era la ceremonia al final del curso. Había muchos padres -padres, madres, hermanos, abuelos, familias enteras-. Los habían ubicado frente al palco al que había que pasar a retirar los certificados. A los chicos nos habían formado a un costado. Las familias, desde el frente, saludaban y aplaudían. Pero cuando llamaron a ese compañero, su padre, en vez de quedarse entre la gente, aplaudir o saludar desde su lugar como los demás, caminó hasta el palco y lo abrazó y lo levantó por el aire. Después lo acompañó hasta su lugar en la fila. Eso fue todo. No me acuerdo del momento en que yo mismo pude haber pasado a retirar mi certificado. Tampoco recuerdo si estaban mi madre o mi abuela. Seguramente las dos.

El chico terminó el té y levantó la vista. Pero seguía sin mirarme. Parecía mirar la pared detrás de mí. Me fijé en sus ojos. Unos ojos negros, redondos y sin brillo. Había dejado la taza sobre la mesa y permanecía inmóvil, acaso sin saber qué hacía yo ahí o si tenía que decir algo o qué podría decir. Podía no tener nada para decir o no saber qué decir. Era yo el que tendría que hablar, pensé. Pero enseguida me di cuenta de que también yo mismo no era más que un hombre –ni más ni menos- y que tampoco tenía nada para decir. Yo tampoco lo miraba. Sentía, sí, una angustia. Por lo que pudo haber pasado esos años en el silencio de los demás chicos que ya no estaban. O por su piel: blanca, demasiado blanca, en el frío de las noches en la mansión en ruinas. No sé.

Los días que siguieron no recordé la imagen de ese chiquito. Ni el olor de las ratas muertas. Ni siquiera pensé en mí mismo o en mi propia historia sin un padre. No. Lo que recordé, una y otra vez, fue a mi compañero de escuela, un chiquito que no era yo mismo, y a su padre que no había sido el mío.