sábado, 2 de agosto de 2014

El milagro de la mujer que no sabía si era hermosa o si tenía pinta de puta

No hacen falta detalles sobre ciertas cosas. O sí, pero voy a omitirlos. Me refiero a que me había metido en problemas. Pero no voy a profundizar en eso. Lo que quiero es contar de mi conversión, para decirlo de algún modo. Y de eso voy a hablar. Porque me hice de una fe. Una fe sencilla, diferente –hay que reconocer- a la religión que predico. Porque predico. Quiero contar, en verdad, de dos milagros. (Usando la palabra milagro, primero, porque no encuentro otra para designar la extrema buena fortuna; y también porque vivo en una ciudad donde lo único que hay es una virgen que hace milagros). Bueno, ya dije, problemas. Había lugares por los que no podía pasar y gente que no tenía que verme. Nada demasiado grave. Pero era necesario ganar tiempo. Esperar que algunas cosas fueran olvidadas. Anduve caminando. Al principio sin rumbo. Era de noche. Después ya en línea recta, con un destino: me alejaba del lugar adonde hubiera tenido que volver. No me sentía amenazado. Al contrario, iba con una especie de paz de saber que me alejaba. Y seguía por calles donde ya nadie podría reconocerme. Pasé con toda naturalidad por delante de otros dos policías en una esquina. Tenía que encontrar la forma de desaparecer unos días. Pasar la noche, en primer lugar. Era una noche tibia, por suerte, de las primeras del verano. Recordé, ni sé cómo, que en el barrio de mi infancia había un local donde trabajaba una costurera, al que yo solía entrar por una ventana en el fondo. Entraba y me escondía por un rato. Una pequeña travesura. Solamente para estar solo. Por eso lo habré recordado. Pero podía ya no haber nada en ese lugar. O haber cualquier otra cosa. La costurera, que era una mujer cuando yo era un chico, ya tenía que ser una anciana. ¡Tantas cosas podían haber pasado...! Lo mismo pensé que ahí podía esconderme. Era un fin de semana largo. Mientras tanto ya pensaría en otra cosa. Cuando uno anda tratando de escapar, unas horas es todo lo que interesa. Ahora veo que ya en esa hora me había convertido a otro credo, aunque todavía no lo hubiera sabido. Me sentía libre para seguir por las calles, para no volver. De un modo inexplicable. Ésa era la libertad, toda la libertad a la que podía aspirar, y ya la tenía. Pero no era todavía un conocimiento. Era apenas una tranquilidad, como ya dije, y también una energía ciega y oscura, que solamente me empujaba. Muy tarde llegué. Apenas antes de la madrugada. En el barrio todo había cambiado. Muchos edificios nuevos. Pero no tenía tiempo ni ganas para la nostalgia. Igual, encontré el local de la costurera. Seguía ahí, como hacía mil años. Fue el primer milagro. Hasta tenía el mismo cartelito. Y –lo que ya parecía demasiado- la ventana de atrás se abría como cuando yo era un chico. Metí la mano por debajo de la persiana y la levanté un poquito. Se abrió. Entré. El lugar era el mismo. Me dio la impresión, claro, de que era más pequeño. Yo había crecido, nada más. Pero no habían cambiado ni un mueble. Sólo que ahora todo un poco más viejo y más sucio. La ropa se había amontonando y había trapos que no tenían ningún sentido. Me acomodé bien. Me sentía rendido de sueño y ahí había trapos de sobra para acomodarme y dormir. Y así fue. Dormí casi todo el día. Me desperté cuando comenzaba a oscurecer. Estaba lejos de todo lo que solía frecuentar, de modo que nadie me reconocería. Podía caminar sin ningún miedo. Estuve, lo mismo, metido en ese cuartito hasta que se hizo muy tarde. Al final salí muerto de hambre. Y encontré un kiosquito que no existía en mi memoria. Me atendieron dos chiquitas que escuchaban en una radio programas evangelistas o algo así. Mucho de Dios y de las cosas que había que hacer. Como si para entonces ya me estuviera rodeando la idea de lo milagroso. Y después, en efecto, sucedió un milagro. Me crucé con una mujer que no veía desde la infancia. Doris. Y eso no era todo. Tampoco ella vivía en el barrio. Andaba como yo, perdida. De regreso al cabo de mil años. Fue mágico. Mejor dicho: milagroso. Sucedía lo que no sucede nunca. Porque nunca el que vuelve encuentra lo que creyó haber dejado. Esta vez sí. Ésa es la esencia misma de lo milagroso. Y permanecimos juntos en el local de la costurera todo lo que quedaba de la noche y todo el día siguiente. Me sentía extraño y dichoso, con esa chiquita un poco extraña que había vivido unas calles más allá de mi casa. Alguna vez en un carnaval nos mojamos. También alguna vez, cuando ya faltaba poco para que nunca más volviéramos a vernos, quedamos solos en un cuartito apartado cuando en otro lugar sucedía una fiesta, y tuvimos ese sexo lleno de incertidumbre y fracaso de la adolescencia. Esa noche la chiquita era una mujer y todo ocurría con naturalidad, como si no hubiera pasado más que un día. Casi sin habernos dicho nada, me hizo una confesión luminosa. Me dijo que debía ser muy linda o que debía tener mucha cara de puta porque los hombres la acosaban. Yo le dije que no parecía puta. “Ahora no –aclaró- porque estoy de sport. Tengo dos looks solamente: sport o puta”. Yo estaba solo y me había caído del cielo. Quise entusiasmarla diciéndole que era muy linda. “No –contestó-, tengo pinta de puta”. “Ahora no –dije aprovechando sus palabras- porque estás de sport”. Y nos reímos. Ese ha sido el milagro. Es decir, un regalo. Un regalo imposible, del universo. Un instante, en aquella fuga, en el que estuve a salvo. Nos divertimos porque ella era chistosa y además le causaba gracia una forma estúpida que tengo de buscar causar gracia. Que a las personas normales no les hace ninguna gracia. En un local lleno de trapos y una ventana a la calle por la que entraba la luz de los carteles que se prendían y apagaban en mi viejo barrio, ahora transformado. Todavía hoy recuerdo sus labios y una nariz parada y la carne de sus glúteos. La mujer se fue al atardecer del domingo. Y yo me quedé dormido y recién al otro día, al amanecer del lunes, desperté. Pero no me fui. La costurera podía volver en cualquier momento. Quedarme era meterme en más problemas, era obvio. Pero no me iba. Me quedé hasta que llegó la mujer. No sé por qué. En una inercia de la que no podía despegarme. Tal vez ya entonces convirtiéndome a una fe ciega en la generosidad de lo que sucede. La anciana llegó y me reconoció sin miedo ni sorpresa. Me llamó por mi nombre. Le agradecí conmovido y le dije que enseguida me iría. Yo había tratado de acomodar todo tal como lo había encontrado. La mujer, sin embargo, estuvo moviendo cosas. Después se sentó a trabajar. Cuando estaba por irme, me miró medio enojada y me reclamó la ausencia de un diario que ella tenía ahí. Yo no tenía idea. Acaso se lo habría llevado la mujer. Pero no. Era imposible. ¿Para qué alguien se llevaría un diario viejo? Le pregunté de qué diario se trataba. Podría conseguirlo, devolvérselo. “No”, me contestó. Como si ya no le importara. Fueron solamente unos días que anduve prófugo. Después me fui muy lejos. Perdí todo. Perdí a la mujer que amaba. Pero todo lo dejé sin titubear. Sin volver por un instante la vista atrás. Sin haber deseado siquiera que las cosas hubieran podido ser de otro modo. Es más, de alguna manera, impresionado por la repentina libertad que permitía que sucediera todo eso. Igual, algún tiempo después tuve un sueño y acaso sufrí en ese sueño lo que no pude sufrir en la realidad. Era una imagen muy simple. Yo estaba entre dos paredes. En un lugar oscuro. Y no sabía qué había del otro lado de una de ellas. Pero sí que detrás de la otra comenzaba el mundo. Y que por ahí andaba la mujer que amaba. Detrás de esa pared que en el sueño representaba todo lo que en la realidad se había levantado en mi contra. Pero no importa si el sueño fue para eso o no. Lo que había aprendido -y esto es lo único que quiero decir- era a querer solamente eso que se presenta cada día. No sólo aceptarlo. Plegarme a la fuerza de lo que se presenta. A la generosidad y a la fuerza ciega y brutal de lo que sucede. Sé que habrá unos cuántos dispuestos a cuestionar esta idea. Que podrían indicarme de otras vidas que hubieran sido posibles o de posibilidades que todavía hoy mismo estarían abiertas. No me interesa. Esta es la historia de mi conversión. Dije que fueron dos los milagros pero en verdad hubo uno solo: la niña de ese barrio que -Dios o el universo, no importa- decidieron devolverme hecha una mujer, para que tuviera con quién pasar la noche de mi fuga. Y el mismo rincón donde estuvimos juntos, la costurería, salvado también, así, intacto, para refugio. Escuché muchas cosas cuando intenté explicar esto en lo que había llegado a creer. Algunos me dijeron directamente que se trataba de filosofía barata. Puede ser. Otros, que era una versión estúpida de la autoayuda. Pero esto no. Nunca dije que uno debería ser feliz con lo que tiene ni nada por el estilo. Ni pretendí que lo mejor fuera vivir sin esperar nada, de modo de evitar la decepción o el fracaso. Nada de eso. Hubo una mujer que me escuchó, Gladis. Después de haber conversado mucho con ella, lo que tengo para aclarar es que no tiene nada que ver con la llamada “ley de la atracción”. Gladis hablaba de esa ley a la que calificaba como “el principio de la vida espiritual”. Fue la única persona a la que intenté explicarle eso que pensaba. Le dije todo lo que sabía sobre mi nueva fe. Que no era demasiado. Le dije que no bastaba con elegir una parte. Había que elegir todo lo que sucedía. Eso le dije. Me escuchó pero no la impresioné en absoluto. Al contrario. Ella quiso convencerme, con bastante insistencia, de la famosa ley de la atracción. Era comprensible, supongo. Se había separado hacía poco y estaba mal porque tenía un hijito y el ex marido la molestaba y se sentía sola y todo lo demás. Creía que esta ley de la atracción la iba a sacar de todos esos problemas. Y lo decía. Decía, por ejemplo, que el bien atrae al bien. Que si uno hace cosas buenas, recibe cosas buenas. Lo decía de muchas maneras: que la energía positiva atrae justo lo que uno necesita. Cosas así. O que si uno desea algo, si lo desea con todas las fuerzas, el universo conspira para que uno lo obtenga. A mí me parecía tan improbable como los milagros que hacía la virgen. O más improbable. No sé. Era una buena chica. Y debía suponer que, poniendo todo esto en práctica, mejoraría. Porque le hacía falta mejorar. Llevaba tres años mal. Eso decía. La relación no duró. No debe haber sido suficiente lo que nos hemos deseado y entonces el universo no pudo conspirar ni hacer nada por nosotros. En fin. Me fui lejos. A una ciudad antigua, pequeña, de alguna manera secreta, al final de una planicie sobre las primeras faldas de la cordillera. Lo único que había era una gruta donde encontraron una virgen. Rodeada de mensajes que fueron dejando aquellos que recibieron sus milagros. Placas de metal o plástico, en los que se pedía o se agradecía milagros. Y ahí encontré algo para hacer con mi pequeña religión. Cuando llega un grupo de peregrinos o turistas, por unos pesos, me encargo de contar la historia de la virgen y también que estuve veinte días en coma y que, por un milagro, logré recuperarme. Lo que de alguna manera es cierto. Lo digo, por lo menos, con convicción. Es mi fe, supongo, lo que me da la certeza necesaria para interesar a los turistas. Aunque no hubiera sido un estado de coma sino una mujer. Y sé que lo hago muy bien porque hay contingentes de peregrinos que vienen a buscarme recomendados por la dirección de turismo de la municipalidad o por agencias de viaje. Para llegar aquí, tuve que subir y bajar una larga cadena de montañas. Subí dormido, de modo que no vi la cuesta. Recién cuando bajaba del otro lado, casi al final, me desperté. Y vi el campo alrededor. Una planicie de cactus y árboles secos. Y me sentí a salvo. El mundo de los hombres podía tener los mismos límites que el de los animales. Salía de unas selvas húmedas y llegaba a una meseta árida y entonces estaba a salvo, como si ya ninguna especie del mundo de las selvas hubiera podido llegar hasta este altiplano. Haber creído que sucedía era lo mejor, resultó ser lo mejor. A los días hice llegar a mi madre y a mi mujer un mensaje en el que les decía que estaba bien, que no se preocuparan. Sin decirles si me volverían a ver. Y sin culpas o nostalgia. Porque eso es lo mejor que tiene la creencia en aquello que sucede: suprime pensamientos que confunden la vida. Y -desde ya- no hace falta aclarar que no pretendo convencer a nadie.